Una ficción intelectual
Diego Vigna

1.
Qué lindo es leer, y qué ingrato es escribir. Leí en dos tirones las memorias de Beatriz Sarlo, encandilado por una certera afirmación que la señora dejó ahí flotando, como al pasar, sobre su deseo más puro en tanto intelectual/escritora porteña: producir admiración e irritación, quizás en partes iguales. "No escribí este libro para hablar de política", dice en la introducción; "no escribí este libro para repetir libros anteriores, sino para conocer algo", dice después. En eso último cumplió a medias, porque no llegué a descubrir qué es lo que conoció: durante buena parte del libro me estuvo explicando lo que ya sabía, lo que siempre supo, incluso desde muy chiquita.
Admiración e irritación. El tan conocido morbo del lector me llevó al impulso de escribir una reseña, pero me salió esto.
2.
Leí casi todo el libro en dos tardes y me quedó el final pendiente, las últimas diez páginas. Luego estuve un mes sin retomarlo, quizás para que esa señora de labios finos y arrugados no terminara de morirse (suelo dejar un poquito de cada cosa, en cada acción cotidiana, porque odio las despedidas: a veces un último bocado en el plato, a veces una punta de cebolla sin cortar). Y pasó después que eso último que me faltaba del libro, esas pocas páginas sueltas, resultaron ser lo más hermoso y disfrutable de la lectura. Antes había encontrado algunos pasajes casi tiernos por lo incomprobable de sus afirmaciones, y otros pasajes forzados, a veces ridículos, a veces un tanto pobres. Y digo pobres no sólo en sentido argumental, sino también por una suerte de patetismo que dejaban traslucir. La sentí, en esa avidez lectora, como una mujer demasiado sumergida en su fantasía ególatra; gozosa en su autopercepción, soberbia al vicio, regodeándose por última vez en el impostado énfasis de femme moderne, escribiendo con el diario del lunes sobre su infancia.
3.
De modo que, por esos impulsos contradictorios, tomé la decisión de leer el último libro de Sarlo como una novela, y no como las "memorias de una intelectual". ¿Por qué hacer eso, aun sabiendo que tal distinción no tiene importancia alguna, ni en la crítica ni en la escritura? Sencillamente, porque se me apareció una respuesta a priori que me ayudó a esclarecer la pregunta que debía darle origen. La respuesta fue concreta: la narrativa. Y la pregunta que debía antecederla fue la siguiente: ¿qué es lo (casi) único a lo que la egolatría intelectual debe someterse, cada vez, para sacar adelante la raíz del pensamiento?
4.
La narrativa.
5.
En esas últimas diez páginas de la novela Sarlo se dedica a la música, como oyente. Y específicamente a la llamada "música negra". Y, luego de detenerse un momento en algunos artistas del Gospel, se dedica específicamente al jazz. Universo que, según dice por ahí con un dejo de displicencia (en el libro son muy desiguales las formas "agradecer" a terceros por las enseñanzas recibidas), le mostró en toda su dimensión Rafael Filippelli, uno de sus "amores" (las comillas buscan saldar la ausencia de cuerpos, en pos de la omnipresencia de mentes). En ese pasaje tan virtuoso Sarlo tampoco da el brazo a torcer: dice que lo que más disfrutó en su vida fue "no entender", y aprender de otros, pero nunca se detiene en el Filippelli propiciador (¿por dónde habrá empezado, ese buen hombre? ¿Cómo se le "muestra" el jazz a alguien?), sino en todo lo que ella fue capaz de saber de jazz a partir de ese momento. Lo que también explica cómo, tan rápidamente, fue "capaz de opinar" sobre algo que desconocía apenas unas líneas antes.
6.
Pruebo otro modo de decirlo: el libro me dio, de a ratos, la impresión de una altanería fuera de timing, innecesaria para la ocasión. Me hizo soltar interjecciones al aire, me hizo reír por ciertas ridiculeces, pero cuando llegué a esas escenas finales… qué maravilla. Cuánta idealización lectora, y de la buena. Sarlo en un garito llamado Bradley's, registrando cómo Art Blackey comía una hamburguesa en la barra; Sarlo festejando su cumple en Blue Note, sola; Sarlo en el Village Vanguard. El pre-final de la novela, por estas breves alusiones, me resultó mágico quizás porque ella, ahí, se dedica a lo que realmente le importa: narrar lo que ve, e interpretar eso que narra atendiendo a la atmósfera evocada. Ahí encontré elegancia: en la breve calma que antecede a la irrupción de una banda; en el humo que empantanaba el aire de las mesas, frente a los escenarios, y no en la memoria del saber. Un pre-final que responde a su matriz más pura, a la capitalización del esnobismo, a su lucidez, lejos del comienzo dedicado a la impunidad interpretativa de sus recuerdos de infancia (de hecho, en una de las mejores frases de la introducción dice "hay que ganarse el derecho a la primera persona". Pensé: muy cierto. Hay que ganarse el derecho a la primera persona. Como también es cierto que, después de los 80 años, ninguna persona erudita debería tener tanto derecho a hablar sobre su propia infancia. Demasiado lejos le ha quedado como para hacer creer que ese territorio se puede aggiornar con sabiduría).
7.
En otro pasaje dice, por ejemplo, que de niña leyó una palabra en el diario El Mundo, como al pasar, y que esa palabra le dio el nombre de lo que desearía ser de grande: una "intelectual". "Alguien como Sartre aparecía unido a esa palabra", en el título de la nota. "Por entonces no sabía quién era Sartre", dice: "me dijeron 'es un existencialista', sin que la aclaración me iluminara".
"La palabra 'existencialista' era demasiado para mi ignorancia. Me quedé con 'intelectual'. O sea: cultura francesa e intelectual, dos cualidades necesarias para salir en los diarios". […] "Hoy parece demasiado sencillo como premonición de un camino".
8.
Otro ejemplo de su incontinencia interpretativa, cuando recordaba su pensamiento a los 9, 10 años: "Posiblemente, allá en un dominio desconocido, ya sabía que no iba a ser madre. Nunca jugué con muñecas, esos artefactos que los adultos, temerosos, insistían en regalarme".
9.
Esperaba más del relato de su intimidad, porque en realidad esperaba algo de intimidad. Tenía la cándida ilusión de encontrar, en esa novela póstuma, una posición más frágil, algo (me dije) más "honesto". Pero ahí también me equivoqué: el libro es inequívocamente honesto. Así parecía ser Beatriz Sarlo, fiel a ese tipo de intervenciones. En cierto modo, tan esnob como la Victoria Ocampo a la que tilda de esnob; tan egocéntrica como la Eva Perón a la que dedica buena parte de sus recuerdos de infancia. En lugar de hablar de su madre, habla de sus tías, y luego traduce los restos sueltos de la identificación materna con esa Evita que en su familia denostaban (quizás lo más interesante del comienzo del libro).
10.
Hay algo en esa Sarlo novelista que no le permite ensalzar figuras femeninas, y sí dedicar, en cambio, su atención más filosa a las figuras masculinas. Para mujer está ella; para hombres, están todos los que pasaron por su vida, a los que "jamás les tuvo miedo" ni tampoco les regaló algún atisbo de veneración. Pocas veces, en realidad, dice haberle tenido miedo a algo, o a alguien. Como pocas veces tuvo, también dice, vergüenza.
11.
Sobre esto último, transcribo una cita de la página 79: "Adoré Buenos Aires antes de saber, o de reconocer, que se puede adorar una ciudad con la misma intensidad con que se ama a un ser humano. Nunca pude abandonarla por más de seis meses seguidos, ni siquiera durante la dictadura militar. Si me tenían que agarrar, que fuera acá y que todo terminara".
Anotación que hice al margen: "JA JA JA ¡Nunca amó a un ser humano!".
12.
Entonces: si lo que caracterizó a Sarlo fue, entre otras virtudes, su audacia crítica (aun a riesgo de quedar en offside), a caballo de una prosa clara y concreta, en esta primera y última novela lo que se destaca es su gracia narrativa. Las últimas diez páginas son magistrales, insisto, porque allí narra esas dos o tres escenas de su vida en Manhattan, escuchando música: por fin queda subsumida ante algo huge, tan enorme como inentendible, con una escritura visual que termina pagando las deudas de esa infancia que no quiso o no pudo narrar sin el velo del saber. Ahí, en la Nueva York de fines de los 80, sí se filtra una contemplación vibrante, suspendida en el humo de los cigarros, real, casi como un homenaje involuntario a la prosa de Sergio Chejfec, siempre fundida entre percepción, narración y argumentación. Sarlo narra, al final de su novela, unas breves y eternas escenas del corazón norteamericano de finales de siglo XX como si hubiese transmutado en una narradora norteamericana de mitad de siglo XX. Como si recobrara las luces tenues de Scott Fitzgerald. Como si borroneara la duodécima forma de la soledad en Richard Yates.
13.
Para colmo de bienes, el libro termina con dos párrafos que son aún mejores que las escenas yanquis precedentes. Ahí Sarlo termina de conjurar la cuota de irritación con una última dosis de admiración lectora, y se anima a sumergir el cuerpo en lo que llama el "punto de no retorno". Ella es, en definitiva, una intelectual de pura cepa. Todo lo que le ha dado forma en su recorrido vital es la suma de sus lecturas y escrituras, "el deseo que es imposible no cumplir". Lo que en la introducción anuncia con solemnidad literaria como "el último viaje", tratando de conservar "la ligereza y la distancia", en los últimos dos párrafos queda como una torpe anécdota frente al real de su despedida a regañadientes (porque la última y tozuda frase del libro se retira en un presente continuo). Sarlo intenta, a lo largo de su primera y última novela, ser otra, pero no puede. Intenta replicar la premisa de distancia con el objeto en la distancia con ella misma, pero no puede: ese ocupar el centro fue, es y será su forma perpetua. Cuando vi el libro publicado, con ese título tan bueno, lo compré pensando que quizás había llegado su momento de soltar el hacha y sentarse sobre una piedra a descansar: fantaseé con encontrar ahí a una persona, pero no. Como una estrella que, antes de apagarse, libera su energía interior y expande su volumen, todo ese artificio no fue más que una escritura obligada a despedirse.
14.
Terminé el libro en la cama, un sábado por la mañana. Mi familia me esperaba para desayunar y llegué tarde a la mesa porque no quería volver a dejarlo inconcluso. Cuando finalmente lo cerré, aplasté el ejemplar con las palmas y decidí llevarlo al comedor. Le leí a mi pareja los últimos dos párrafos, con nuestra hija (4 años) escuchando desde su silla. Un par de semanas antes, mientras el libro pululaba por la casa con el señalador marcando el "pendiente" de las últimas diez páginas, la niña se topó accidentalmente con la portada (foto en blanco y negro de Beatriz, tres cuartos perfil, cigarro con boquilla en mano, suficiencia en la mirada, media sonrisa al estilo Gioconda) y decidió inventarle un nombre: le puso "La Bruja Mala". Apenas dos días antes de esa mañana de sábado, me había dicho: "Papi, ¿al final terminaste el libro de La Bruja Mala?".
Entonces ella también se mostró interesada en escuchar los últimos párrafos, porque sabía muy bien quién los había escrito. Y escuchó por primera vez los nombres de Thomas Bernhard y Franz Kafka, a los que Sarlo cita para interrogarse sobre la muerte como meta, y decidió poner su opinión arriba del desayuno: cuando terminé de leer dijo, sin titubeos, la siguiente frase: "La Bruja Mala dice: ¡voy a morir con una muerte que yo le voy a hacer!".
Tomé nota al instante, porque tenía razón. Basta ver el culebrón sucesorio con los pocos bienes patrimoniales de Sarlo para entender que la señora murió con una muerte que también fabricó para sí misma, si es que algo así puede ser verosímil. Como para no dejar la impresión de que no podría controlar también eso, su última ficción intelectual.
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