Una mujer enredada
Marta García

Entre un flower power californiano, un mayo francés y una molotov cordobesa su vida de túnicas, cigarrillos Colorado, horario fabril y ristras de mostacillas en el cuello se enredaba en un universo de consignas nuevas, y todo brotaba de su boca cantora como el musguito en la piedra, ay, sí, sí, sí.
Vivíamos mil vidas en los 30 metros cuadrados del infinito desorden de esa tía ajena que daba abrazos como una tía propia. Tomar la leche allí era subir a un globo aerostático sin contrapeso que nos elevaba con las cosas tiradas a la basura por gente aburrida hasta de serlo.
Nos daba siempre la bienvenida con cara de querernos para siempre y no para la foto. Convencía a nuestros diez años de lo geniales que éramos al decir trabalenguas con la boca llena de alfajores de maicena. Quien escupía menos, podía chupar los terrones de azúcar que quisiera, sin gusto a sabin y sin el susto de la polio.
Como trabajaba en una metalúrgica, tenía gran destreza para fabricar galaxias con un rallador de metal y una bombita de luz colgando del techo. Al encenderlo la habitación era un cosmos pecoso. De cada agujerito, se escapaban planetas y satélites y todo giraba en la órbita de esas cuatro paredes. No quedó ni una peca espacial sin ser captada por nuestra euforia telescópica.
Tomábamos la leche en frascos de mermelada en una época en que todavía no eran un toque burgués y ecológico de reciclado sino un cachetazo de vulnerabilidad proletaria que delataba la lucha de clases desatada en nuestras vidas, esas con bigotes de leche hegemonizada por la clase dominante.
La imaginación hacía cualquier cosa con tal de tomar el poder en ese monoambiente. Nos imantaba la lata de galletas terrabusi con ventanita y un velador encima. O el televisor hueco donde podíamos meter la cabeza y ser randall, gilligan, constance mackenzie o pipo mancera sin necesidad de antena por tratarse de transmisiones de carne y hueso.
Mientras desordenábamos con inocencia los proyectos ordenados por nuestros padres y le permitíamos a los sueños de las amigas imaginarias tomar el control, en aquel departamento de Av. Colón, a metros del barrio Clínicas, algo estaba a punto de estallar. Adentro y afuera.
Pensamos que se había vuelto loca cuando tiró por el balcón del segundo piso su único colchón al grito de "¡allá va, compañeros!". Al ver que abajo unos chicos se lo agradecían y hacían una fogata como las de San Juan pero un mes antes nos dieron ganas de unirnos a la celebración adelantada.
-¡Bajemos a la fiesta!
- Mejor no… va a haber mucho humo
-Mirá tu colchón… ¡tiene llamitas!
-Ya no es un colchón… es una barricada.
Todavía no entendíamos del todo los síntomas de una revuelta entrando en trabajo de parto. Tampoco entendíamos por qué un día dejamos de ver enteras a las personas asombrosas como esa tía ajena que nos quería como una propia. Si al menos hubiéramos sabido que les quedaba tan poco tiempo de sublevadas, las habríamos llevado al gallinero de casa donde teníamos toda la vida por delante.
Supimos que sus vasos de mermelada, su televisor hueco, su rallador galáctico y su mesita de luz terrabusi con ventana habían desaparecido. Por el cariño que ella tenía por esas cosas a las que les había dado una nueva vida, sabíamos que sería incapaz de abandonarlas a su suerte y que, seguramente, las había seguido en su paso a la clandestinidad.
Cada vez que caminamos por la Avenida Colón y llegamos a la altura de ese edificio miramos hacia el segundo piso y nos preguntamos si quienes habitan hoy allí saben que en ese departamento vivía una tía ajena que quería como una tía propia y que convertía ralladores en galaxias y colchones en trincheras.
Se llamaba Rosalía. Al tirar el colchón por la ventana nos enseñó de qué lado de la barricada teníamos que estar. Y aquel 29 de mayo de 1969, la mujer enredada se desenredó para siempre.
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