Travellings

Una revelación en Barcelona


Nelson Specchia


Santa María del Mar (ph: Nelson Specchia)
Santa María del Mar (ph: Nelson Specchia)

La inspiración me había llegado de Ildefonso Falcones. Con Lucía habíamos planificado nuestro "travelling" por Europa entre las ofertas más económicas que encontramos, de esas que en unos pocos días concentran un paso raudo por las capitales y las principales ciudades. No era, claro, lo que hubiésemos preferido, pero era lo único que se ajustaba a "nuestras circunstancias": yo, en el estudio de abogados donde trabajo, como ya tengo más de cinco años en plantilla me correspondían 10 días de vacaciones. Lucía, empleada de planta en Tribunales, tenía 15, pero había que adecuarse a mi periodo más breve. Conseguimos justo un paquete que en ese tiempo tan escueto nos llevaría por cuatro países: Gran Bretaña, Francia, España e Italia, con un día en cada ciudad, más o menos. Estaba lejos de ser el óptimo viaje a Europa del que veníamos hablando desde nuestros tiempos de novios, en la Facultad de Derecho, pero decíamos que podría ser una introducción turística general, para luego, en el futuro, ir a profundizar en los lugares que nos hubiesen llamado particularmente la atención. Obviamente, era una táctica de auto persuasión asumida a dúo y de la que no hablábamos, porque vaya a saberse cuándo podríamos volver a "cruzar el charco", como decía mi viejo, y no sólo por nuestros días disponibles para dedicar a las vacaciones, sino por otros temas de posibilidades bastante más pedestres. Pero el sueño de futuros viajes también formaba parte del juego de preparación de este: viajar con la imaginación era uno de nuestros tópicos recurrentes.

En realidad, no era difícil intuir que el énfasis en los sueños de viajes y de otras geografías tenía que ver con nuestra cotidianidad, que distaba mucho de cómo la habíamos supuesto. Cuando nos conocimos con Lucía –en la Cátedra B de Derecho del Trabajo, en Abogacía– yo me imaginaba estar litigando en causas de Derechos Humanos apenas me recibiera; y Lucy siempre había querido un ejercicio profesional vinculado al Derecho de Familia. Eso fue lo que nos contamos en aquel café de la cantina del primer piso del edificio de Avenida del Libertador, a espaldas del río. Aquellos planes siguen estando –nos decimos sin decirlo–, esperando el momento en que se abra una grieta en las urgencias cotidianas y podamos llevarlos a cabo. Preparamos juntos los exámenes de la Cátedra B de Laboral, y para cuando terminamos de completar ese segundo año de Universidad ya éramos novios. Cuando fuimos a la colación de grados a recibir nuestros diplomas de abogados llevábamos un año viviendo juntos en este departamento de Caballito y la maquinaria de urgencias y necesidades hacía tiempo que venía aplanando las altas cumbres de los sueños estudiantiles; cuando salieron las pasantías en Tribunales, Lucía se presentó aunque no tuviesen nada que ver con el Derecho de Familia; y cuando Adrián Savino, que es de mi mismo pueblito de Santa Fe y nos conocemos desde chicos, me contó que en el bufete de Las Heras, Carver, Sorrentino y Asociados –uno de los "peces gordos" en comercio exterior– estaban por tomar gente y que él podría recomendarme (Adrián es despachante de Aduanas) le dije que sí sin dudarlo. Y allá fui, a un rincón del amplísimo piso que el bufete de Las Heras tiene en las torres de Catalinas, a acumular antigüedad para conseguir esos preciados 10 días de vacaciones anuales, y a esperar que se abra una grieta en el espacio-tiempo para cambiar de vía y pasar de las operaciones de importación y exportación a la defensa de los Derechos Humanos.

Las expectativas acumuladas en tantos meses de preparación de nuestra excursión europea sirvieron de combustible (estábamos pletóricos de entusiasmo) y de amortiguador para acusar los impactos de tantas cosas inesperadas y ocultas en la letra chica –pequeñísima e ilegible, al parecer, aún para dos abogados– de los contratos de las agencias "travellings". Pero decidimos que no habría contratiempo, ni aviones apretados, ni desayunos inexistentes, ni colectivos sin aire acondicionado en pleno "ferragosto" europeo que consiguieran estropearnos el viaje soñado. Así que, ante cada baldazo de agua fría, poníamos caras de monjes zen, decíamos "ommm" a dúo y seguíamos con una sonrisa. Pero, a pesar del optimismo voluntario, llegamos a la tercera etapa del tour agotados, mal dormidos y medio hambrientos. Ninguno de los dos lo decía, pero esperábamos que llegaran esos días finales en Roma para tomarnos el avión de vuelta, llegar a nuestro humilde pero cómodo departamento en Caballito, y dormir 30 horas seguidas. Con ese humor arribamos a la escala en Barcelona. Y algo pasó conmigo allí.

El citytour comenzaba en la Ciutat Vella, el barrio viejo de la capital de Cataluña, pasaríamos por la iglesia de Santa María del Mar; luego subiríamos por las Ramblas y el Paseo de Gracia, para terminar en el Parc Güell, ya en las faldas del cerro del Tibidabo. Pero yo no pude pasar de la primera estación. Cuando entramos al magnífico castillo gótico de Santa María del Mar decidí que me quedaría allí el resto del día. Lucía pareció comprenderlo sin demasiada oposición (aunque juzgó que se debía al cansancio por el ritmo que nos había impuesto el tour), y accedió a dejarme en las frescas oscuridades de la nave de la iglesia. Nos encontraríamos al final de la tarde, en la Estación de Sants, para seguir hacia Madrid.

Es difícil resumir lo que sentí durante esas horas, caminando o sentado en la semi penumbra silenciosa del enorme templo. Una persona de fe quizás podría decir que fue algo así como un rapto místico; pero yo no soy una persona de fe y los presuntos raptos místicos siempre me han parecido simples desórdenes mentales y psicológicos: desde mis épocas del colegio secundario en Villa Cañas, antes inclusive de venirme a estudiar en una universidad pública y laica, nunca creí en nada sobrenatural, mágico, religioso o levemente metafísico. Pero algo pasó ahí dentro, he de admitirlo.

Hace algunos años, un incendio quemó los interiores de la basílica de Santa María del Mar, que, desde su construcción por los gremios de pescadores, en la Edad Media, había ido recubriéndose de altares, muebles dorados, cuadros de santos, incensarios votivos y toda esa parafernalia propia de la liturgia, más o menos recargada según las épocas. Aquel incendio terminó con todo, consumió las múltiples capas de adornos que los siglos habían ido acumulando unas sobre otras y dejó al aire nuevamente la piedra elemental, primigenia, originalmente traída por los pescadores, a fuerza de hombros, desde las canteras barcelonesas. Y alguna autoridad canónica, con buen tino, había decidido no volver a cubrirla, sino mantenerla despojada, virginal en sentido lato, pura piedra y calicanto.

Esa nave, proporcionada y al mismo tiempo monumental, disparada hacia lo alto en una medida inconcebible para su tiempo, apoyada en unas nervaduras rocosas que confluyen hacia las claves de bóveda y hacia las delgadas columnas que se pierden en las sombras allá arriba, todo ese conjunto me llevó a pensar en mi vida. Y no me pregunten cuáles habían sido los conectores lógicos que habían vinculado planos tan disímiles. Pero no recordaba haber tenido antes, alguna vez, esa necesidad, y con esa sensación de urgencia contenida: en el fresco sopor del claustro, como una película muda, pasaban escenas, algunas recientes, otras no tanto. El bufete de Las Heras; Lucía; nuestro departamentito de dos ambientes en Buenos Aires; los cotidianos trayectos en el subte; el almacén de mis viejos en Villa Cañas; los partidos en el Club Cooperativa de los domingos con mi barra; la banda punk con la que pensábamos redimir el mundo; el bachillerato; la biblioteca del bachillerato donde me había propuesto ser escritor... La biblioteca. Los libros. Ser escritor. Sentado en la piedra fría (en la misma escalera, lo supe después cuando leí a Falcones, donde san Ignacio de Loyola se sentaba a mendigar) me acordé de que me había prometido a mí mismo, alguna vez, que sería escritor. Y que me había olvidado –me había olvidado también cuándo se me había olvidado– de aquella promesa.

Me di cuenta de que habían pasado ya algunas horas cuando sentí el mordisco del hambre; el desayuno de ese día –como durante todo el tour– había sido exiguo. Salí por la parte trasera de la basílica, la que, rodeando el coro, comunica con el Paseo del Born, y un golpe de luz blanca y de calor me dio de lleno, recordándome dónde estaba y la potencia de la canícula mediterránea. Lo agradecí, porque a pesar del salto térmico desde la húmeda oscuridad de la iglesia, el intenso sol de agosto dispersó en unos momentos ese halo de ensueño reflexivo en el que me había hundido. Caminé un par de calles, un poco a la deriva, hasta que una aglomeración de turistas me impidió el paso: unas largas colas se amontonaban a las puertas de los palacetes medievales donde se ubica el Museo Picasso. Volví sobre mis pasos, encontré una panadería, pedí un "bocadillo" de jamón y me senté en uno de los bancos del Born. Pero no me detuve mucho a disfrutar de mi sándwich: apenas sacié el hambre, volví a la iglesia.

A las ocho de la noche habíamos quedado en encontrarnos con Lucía en el andén de la Estación de Sants, desde donde partiría nuestro tren (nada de AVE: la alta velocidad no entraba dentro de los presupuestos "lowcost" de la agencia que habíamos contratado) a Madrid. No sé si hubiera llegado a tiempo, porque la misma dimensión temporal se escabulló entre los pasillos y las capillas laterales de Santa María del Mar; quizás la gran roseta que como una inmensa hostia multicolor se ubica sobre el portalón de entrada había disminuido la potencia de sus rayos lumínicos hacia el interior de la nave, de la que es su principal herramienta de claridad. Pero poco más para tomar conciencia del paso del tiempo allí adentro. Me ayudó el aviso de la mujer del comercio de velas.

Como la mayoría de los grandes templos cristianos de Europa, la basílica tiene un kiosco instalado –y bastante bien surtido– en su santo suelo, a la izquierda del portalón de madera y bronce de la entrada principal. En otras iglesias, con la excusa del medio ambiente y de la protección del patrimonio arquitectónico antiguo, han suprimido las milenarias columnitas de sebo que mantienen encendida la llama de su extremo (el más antiguo sacrificio, el más humilde ofrecimiento humano a la divinidad) y las han reemplazado por el sucedáneo eléctrico de unas lamparitas que las imitan, inclusive con el pabilo titilante y móvil, aunque no de hilo de algodón encerado sino de una resistencia eléctrica de bajo consumo: se evita el fuego y el humo que ennegrece paredes y cuadros, y al mismo tiempos se recauda, ya que "encender" cada vela-foquito obliga a introducir una moneda (de a euro, como mínimo) en la ranura del interruptor. En la vieja basílica del gremio de los pescadores de Barcelona aún pueden encenderse velones en su forma tradicional, aunque un cartel advierte que no pueden ser traídos por cada quién desde el exterior, sino que han de ser adquiridos a la vieja dama del kiosco de la entrada, ya que –se afirma en el cartelito– se trata de velas especiales, acondicionadas para que ahúmen poco. En fin, que mi presencia de varias horas había sido advertida por la vendedora de velas desde temprano. Yo había intentado disminuir un tanto la aprehensión con que me miraba cada vez que, en mis paseos, cruzaba cerca de la atalaya de su silla tras el mostrador de las candelas. Me había acercado, había comprado un par de tubos de plástico rojo semitransparente con las velas "hipoahumantes", y como quien no le da demasiada importancia le había mencionado a la señora mi especial interés por el edificio de Santa María. Le pregunté si ella disponía, entre los productos de su stand (evité la palabra "comercio" y, por supuesto, no se me ocurrió llamarlo "kiosco" tampoco) algún material de lectura sobre la basílica, su historia, su arquitectura, esas cosas. "Tengo lo que se ve", me interrumpió. Y lo que se veía, claro, eran velas. Fue esta señora, ante mi ensimismada concentración, que me había llevado a perder un tanto la conciencia del tiempo transcurrido, quien vino hasta el banco donde me había sentado –la cabeza apoyada en el largo respaldar, la mirada concentrada en las diminutas redondelas de las claves de bóveda allá arriba– a avisarme que el templo se aprestaba a cerrar sus puertas y que debía, por lo tanto, retirarme. "Mañana estará abierto desde la misa de las seis", me dijo con un tono de censura, como si en realidad hubiera querido decirme "vuelva mañana, ya que parece que ha decidido tomarnos por un hotel de día". "Lo siento", le respondí a sus dos observaciones, la que me había dicho y la que no. "No podré venir mañana, ni pasado, ni vaya a saber en cuánto tiempo... en un par de días estaré de regreso en mi país, por eso quise embeberme de la belleza de Santa María del Mar todas las horas que me fueran posibles en mi única jornada en Barcelona". Algo de lo que dije, o de cómo lo dije, pareció enternecer el corazón beato de la vieja vendedora de candelas, ya que aflojó un tanto el rictus de solemnidad eclesial y me pasó el dato que terminó dando vuelta todo: "¿Conoce el libro de Ildefonso Falcones?".

Yo nunca había escuchado hablar de Ildefonso Falcones. Le puse cara de no haber entendido bien su castellano forzado, claramente traducido desde un pensamiento elaborado en catalán.

"Falcones –me anotició la señora, mientras caminaba a mi lado hacia la puerta lateral de la basílica, la que da al Fossar de les Moreres, porque ya habían cerrado el gran portalón de madera y bronce de la entrada– es un abogado barcelonés, un hombre exitoso que quedó prendado de la catedral del mar, un abogado muy reconocido... y abandonó su estudio de abogados para hacerse escritor. Novelista. Y escribir la novela sobre Santa María". Un abogado que quería ser novelista. Un abogado que había colgado el título y el bufete por la literatura. Un escritor enamorado de las piedras vírgenes, de las oquedades negras y húmedas, de los silencios y las alturas de Santa María del Mar... Improvisé un "¡adéu!" a la señora de las ceras, crucé el Fossar de les Moreres y corrí hacia la Estación de Sants con la cabeza llena de imágenes confusas, planes viejos y sueños redivivos.

Conseguí el libro de Ildefonso Falcones, La catedral del mar, en un puesto de revistas de la Estación de Atocha, cuando llegamos a Madrid. En el trayecto, había intentado trasmitirle a Lucía al menos una parte de esa experiencia (no encontraba un término diferente al de "mística", pero me negaba rotundamente a utilizarlo) que había vivido en la basílica catalana. Pero también ella quería contarme lo que había visto en los edificios modernistas de Gaudí, en la Sagrada Familia y en el Parc Güell. Al final, apoyamos nuestras cabezas en el hombro del otro y el cansancio del trajín turístico a revientacaballo fue más fuerte que la necesidad de comunicarnos. Nos dormimos hasta Madrid. ¿Es necesario, acaso, que aclare que mis sueños, mecidos por el traqueteante vagón que nos alejaba del Mediterráneo y nos introducía, en plena noche, en la meseta castellana estuvieron plenamente ocupados por las silentes piedras y los aires centenarios de la más bella iglesia mariana del mundo?

La edición de Falcones que conseguí en el kiosco de Atocha era una de bolsillo, en papel barato, letra pequeña y casi sin márgenes, y aun así impresionaba: un contundente ladrillo de casi 800 páginas. Lo comencé en el hotel, ni bien estuvimos instalados; pero la mirada de Lucía me llevó a no tratar de repetir la pausa del día anterior. Me calcé las zapatillas, llenamos las botellitas de agua y salimos a cumplir con la agenda: las horas de colas frente al Prado; los sándwiches en el Parque del Retiro; las fotos en la Cibeles; las tiendas del Paseo de la Castellana; la Plaza de Oriente; la Catedral de la Almudena (después de mis horas en aquella gruta de piedra primigenia, los estucos y mayólicas limpísimas y los mármoles lustrosos de la catedral madrileña me sonaron a plástico, a montaje escénico de cartón piedra). Hubo aún más iglesias, muchas más iglesias en la parada romana, y nos embarcamos en el vuelo a Buenos Aires. Lucía se durmió apenas retiraron las bandejitas con la cena de a bordo; yo abrí el libro de Falcones y leí mientras el Océano Atlántico se desplazaba debajo nuestro. Simbólicamente, cuando el avión tocaba tierra argentina en Ezeiza yo renovaba aquella promesa que me había hecho a mí mismo en la biblioteca del bachillerato de Villa Cañas: sería escritor. Estaba a tiempo. Colgaría el título, dejaría el planillaje de exportaciones e importaciones de Las Heras, Carver, Sorrentino y Asociados y me dedicaría a hilvanar historias. Falcones lo había hecho. Era posible.

Santa María del Mar (ph: Nelson Specchia)
Santa María del Mar (ph: Nelson Specchia)

Le conté de mis nuevos planes a Lucía un par de días más tarde, cuando había tenido tiempo de decantarlos, pensarlos dos veces –como hago siempre con todo–, evaluarlos, cuantificar sus costos y demás variables. Y, claro, tiempo para meditar una estrategia para no asustar a Lucía, que ya bastante precaria era nuestra situación económica. Cociné pasta con salsa carbonara. Abrí una botella de Pinot Gris en su temperatura justa. Batí crema de leche hasta hacer una chantillí casi sólida y maceré un kilo entero de frutillas en limón y azúcar. Después de la cena, nos pusimos a ordenar los archivos de las fotos en el iPad. Cuando llegamos a las de Barcelona y aparecieron las primeras tomas de Santa María del Mar, largué con mi rollo. La excusa fue contarle la historia de la novela de Ildefonso Falcones, de su protagonista, Arnau, y de toda aquella reconstrucción de la Barcino medieval, apoyándome en las ilustraciones de las fotografías de la basílica, que ordenábamos y editábamos en la tablet. Comencé con algunas ocurrencias generales, como la perspectiva de altura, la gran roseta de vidrios de colores o las pequeñísimas claves de bóveda que tanto habían atrapado mi atención allá arriba: piedras circulares que lograban contener la confluencia de las nervaduras en las que se asienta todo el techo gótico de la basílica. "Pero te quiero contar la historia entera, Lucy, porque quiero que entiendas también otra cosa que tengo que contarte", le dije. Decidí ser sistemático: comencé en el año 1320, en la "masía" –la casa de campo– de Bernat Estanyol, en aquel Principado de Cataluña. Lucía proyectó mentalmente el periodo de tiempo y se acomodó para escuchar una historia larga. Dejó el iPad a un costado, se reclinó sobre la silla y puso sobre sus piernas el bowl con el kilo de frutillas maceradas: juntaba una con dos dedos, le sacudía levemente el limón sobrante, la pasaba por la superficie del plato hondo donde había batido la chantillí y se llevaba ese corazón rojo cubierto de espuma nívea a la boca. Cuando mordía la frutilla sus labios se teñían, encarnados; unas gotas de jugos ácidos caían por las minúsculas canaletas de los pliegues de la boca y corrían hasta la esquina de las comisuras. Yo intentaba concentrarme en mi resumen de la historia feudal del novelón de Ildefonso Falcones, pero estaba cada vez más turbado, confundía los nombres en catalán, me corregía, volvía atrás, repetía escenas. Al principio Lucía no terminaba de entender cómo no podía hilvanar con un poco más de coherencia mi relato, hasta que, llevándose una nueva frutita goteante a la boca, reparó en ella. Sonrió. Hizo el movimiento aún más lento hasta los labios, mordió la frutilla mostrando los dientes y dejó que el almíbar escarlata le chorreara y goteara hacia los senos mirándome fijamente a los ojos. Levantó su pierna derecha y la apoyó en mi cintura, rozando apenas con la punta de los dedos descalzos el bulto de mi entrepierna, donde la erección que había comenzado con la primera frutilla, allá por el 1320, a estas alturas empujaba las costuras del jean con la misma dureza con que las piedras de las pilastras de mi soñada basílica sostenían las cumbreras. Lucía estiró la mano, me soltó el cinto del vaquero, liberó la turgente viga, y antes de inclinarse sobre ella se puso en la boca una frutilla más, colmada de crema de leche. Hicimos el amor tantas veces como pudimos, entre las patas de la mesa del comedorcito, usando las sillas como apoyos creativos, alternando los tiempos de furia con unas pausas para recuperar el aliento y devorar, con un ansia que mantenía su violento empuje, hasta que el bowl de frutillas estuvo vacío. En la placidez de la victoria (habíamos quedado, inexplicablemente, estirados debajo de la mesa, como en una gruta urbana) Lucía me dijo, con una voz calma que se hundía paulatinamente en el sueño, "si querés ser escritor, todo bien por mi parte; no dejés el bufete de Las Heras... al menos hasta que no ganés algún premio literario importante... Después sí, plantalos y dedicate a escribir. Yo te apoyo y te mantengo motivado", balbuceó ya medio dormida, mientras frotaba con la piel de su pantorrilla mi pene exhausto, que debería haber respondido con entusiasmo, pero que, de momento, había dado todo de sí. Dejé que Lucía se hundiera en esa placidez satisfecha que la volvía aún más hermosa. No había escrito todavía ni una sola línea, pero mi profesión de escritor no podría haber comenzado de una manera más auspiciosa.

Lucía había sugerido que me convendría asistir a algún taller literario, de los muchos que proliferan en Buenos Aires, como una manera de agregar técnicas y procedimientos de escritura a mi natural tendencia a estar rodeado de libros y de lecturas. Pero su sugerencia no compatibilizaba mucho con el compromiso que me había logrado arrancar –macedonia de frutillas y azúcares mediante– de no dejar mis planillas de importaciones y exportaciones en la torre de Catalinas. El trabajo se llevaba casi la mitad de las horas de mi día, entre las ocho reglamentarias en el bufete, la pausa de una hora para el almuerzo y las casi dos de transporte entre el Bajo y nuestro departamento en Caballito, en plenas horas-pico, tanto de ida como de vuelta. Los márgenes de tiempo que me quedaban apenas si alcanzaban para borronear en mis cuadernos de apuntes. Y los fines de semana –esto era innegociable– era tiempo de libros y librerías. No quedaba espacio para talleres. Además, me preocupaba el otro tiempo, el de las cuentas largas: tengo 33 años, me decía, medio viejo para llegar al primer libro... Pero entonces recordaba a Ildefonso Falcones y su cambio de rumbo en una esquina de la vida cuando ya había cruzado la curva de los 50, y me quedaba más tranquilo. No salió tan mal: para fines de ese año de nuestro viaje a Europa había terminado tres cuentos, mientras otros siete argumentos esperaban turno para ser desarrollados en los próximos meses. Ni falta hace que aclare que el primero de los relatos iba de una revelación: una transformación vital al abrigo de los altos y pétreos muros de la basílica barcelonesa de Santa María del Mar. Guardé ese primer cuento, casi como una declaración íntima de propósitos, pero le mostré a Lucía las versiones terminadas y corregidas, que juzgaba definitivas, de los dos restantes. "Son fantásticos, especialmente `La mujer virtual´" me dijo esa noche, mientras se subía encima mío con la delicadeza de un reptil y la decisión cabalgadora de una amazona, cumpliendo con su parte del trato que había fundado mi nueva profesión. A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, Lucía me mencionó por primera vez los concursos de la SOLIES, la tradicional Sociedad Libre de Escritores, aquella que –como el Ejército– nació con la Patria en 1810. "Ese es un conjunto de viejos carcamanes y profesoras de castellano jubiladas, que se reúnen para tomar el té y jugar a la canasta", le contesté sin piedad, con la boca llena de una tostada con mermelada de naranjas. "Hay de todo, como en botica", razonó Lucía con sentido común. "Y es la sociedad de escritores. Si vas a escribir no deberías ignorarlos de plano...". Había estado revisando los suplementos culturales que yo me traía del despacho de abogados: "Acaban de abrir un certamen de cuentos en la delegación de Martínez", deslizó. Y antes de que pudiera responder nada, aprovechando la pausa necesaria para tragar mi tostada, agregó, con tono práctico: "el primer premio tiene un monto cercano a seis meses de sueldo con el viejo Las Heras".

Me tomé el trabajo de corregir por enésima vez el cuento "La mujer virtual" durante la pausa de Navidad (nos habíamos gastado los dineros dedicados a vacaciones ya en el mes de agosto, en nuestro "travelling" por Europa, así que el fin de año había que pasarlo en casa); hice un archivo con la plica del pseudónimo, metí todo dentro de un sobre y lo mandé a la sede de la Sociedad Libre de Escritores, delegación Martínez. Las primeras semanas esperaba, aunque no sabía muy bien qué, ya que el certamen cerraba el 31 de diciembre y el fallo no se conocería hasta el primer trimestre del año siguiente. Por fortuna, un par de semanas después me fui olvidando del asunto, imaginando nuevos argumentos. Compré más cuadernos. El 7 de enero me reincorporé a Las Heras, Carver, Sorrentino y Asociados.

Me había impresionado una noticia: en la línea de subte que utilizaba a diario para ir y para volver de mi trabajo, habían descubierto un hombre muerto. Sentado en uno de los bancos del vagón, con la cabeza apoyada contra la ventanilla, los brazos cruzados. La autopsia reveló que había muerto de un paro cardíaco, muy temprano en la mañana (yendo al trabajo, me imagino, como casi todos). Pero se percataron de él recién a la madrugada siguiente, cuando el subte paró tras el horario de cierre: durante todo un día, cientos, miles de personas habían viajado a su lado, se habían sentado a su lado, se habían apoyado en él, lo habían rozado al pasar. ¿Con cuántos muertos ignorados convivimos a diario en Buenos Aires? En este preciso momento, ¿cuántos muertos esperan –en la soledad de sus departamentos, en las camas de un geriátrico, en una puerta de un edificio abandonado– que alguien finalmente repare en la presencia de su cadáver? La impresión que me había causado el viajero muerto de mi tren seguramente había estado en el origen de unos cuentos muy oscuros que estaban pergeñándose en ese otoño, mientras la luz era cada día más corta y el termómetro descendía; en ese ambiente opresivo, con cuatro cuentos góticos en distintas fases de escritura, llegó la carta de la SOLIES. Doña Hilda Juárez Centeno, en su carácter de secretaria; y doña Etelvina Plaja de Vélez, en su rol de presidenta de la Sociedad Libre de Escritores, tenían el agrado de comunicarme que mi relato intitulado (sic) "La mujer virtual" había sido premiado en el certamen literario anual de la asociación. Acompañaban el Acta del jurado y me invitaban gentilmente a una vernissage (sic) en su sede, ocasión en que serían entregados los pendones (sic) a los galardonados (sic). Pasé la página hasta el Acta: la lista era larga. El primer premio se lo habían dado a una jovencísima escritora de la provincia de Córdoba, de 21 años ("obviamente, comencé tarde", fue mi primera reacción); el segundo y el tercero habían caído en narradores de localidades de la provincia de Buenos Aires. "La mujer virtual" integraba un conjunto de 10 "menciones especiales del jurado". "¡10 menciones!" –protesté indignado ante Lucía esa noche en casa, mientras ella revisaba el Acta con minuciosidad profesional de abogada de Tribunales–. "Han repartido premios a todo el mundo... aquí hay gato encerrado. Lucy: después te deben cobrar la publicación, o algo así, ¡si deben haber otorgado tantas menciones como participantes!". "No" –comprobó mi mujer–, "los participantes han sido cerca de 500, de todo el país. Inclusive del extranjero. En ese volumen de trabajos, que hayan seleccionado uno de los primeros cuentos que has redactado, querido escritor novel, y el primero que mandás a un concurso en tu vida, es más que auspicioso. Iremos a recoger esa especialísima mención", acotó, subiéndose a horcajadas sobre mis piernas. "Ni pienso", dije, pero sabía que iríamos: Lucía siempre ha sido por demás convincente, así que me relajé y me dispuse a recibir la porción hogareña de la primera cucarda literaria de mi nueva vida.

Lucía se vistió con una cortísima pollera negra, que mostraba esas piernas perfectas por las que había subido mi mirada (aunque entonces estaban cubiertas por un jean ajustado) en la cantina del primer piso de la Facultad de Derecho, a espaldas del río, hacía ya casi 12 años. Yo admití ponerme el "otro" saco (o sea, el alternativo al que uso a diario para ir al despacho de la torre de Catalinas), aunque me negué terminantemente a ponerme corbata. "Si, al menos, hubiera sido uno de los tres primeros premios... –argumenté–. Para una mención perdida, con la camisa alcanza". Lucy no dijo nada, para que en aquella batalla dialéctica de las nimiedades cotidianas pudiese tener mis pequeñas victorias. Fuimos hasta el Bajo en el mismo subte que utilizaba para ir al trabajo, aunque en sábado y a esa hora tan tardía, ni pude reconocer al mismo tren donde me abría paso de lunes a viernes entre un frenesí de cuerpos y empujones. En Retiro tomamos la línea Mitre, que va a Tigre: también los vagones iban vacíos. Una llovizna otoñal lo mojaba todo, calaba sus uñas frías de agua. Para las seis de la tarde ya estaba oscuro, y cuando nos bajamos en Martínez era noche cerrada. El caserón de la sede de la SOLIES estaba a unas pocas calles de la estación, sobre la avenida Martín y Omar. No habíamos llevado paraguas, intentábamos pegarnos a las paredes: los añosos plátanos formaban un techo verde que ocultaba el cielo, pero sus hojas anchas magnificaban los goterones, que caían como pequeños baldazos. Todo el paisaje –lo pensé después– parecía advertirnos, detenernos, dificultarnos la llegada.

Nos costó encontrarla (considero prudente dejar su ubicación precisa bajo un manto incierto), hasta que nos topamos con una construcción muy antigua, casi oculta por un frondoso jardín delantero cercado por rejas altas hacia la calle. En el jardín, más plátanos, tan antiguos como los centenarios de las veredas; también palmeras, casuarinas y, en el lateral izquierdo, un inmenso ombú: algunas de sus ramas bajas estaban apuntaladas con columnas de hierro. El ombú ocultaba casi la mitad del frente de la casona, un palacete de estilo francés, de tres plantas y techos de pizarra negra, rematados en rejas similares a las del frente. Le di la mano a Lucía, quería llamar su atención para decirle que quizás sería buena idea volver a casa, pedir unas pizzas con mucha cebolla, y darnos una panzada de series en Netflix. La mano de Lucy estaba tibia y seca a pesar de las cuadras bajo los baldazos de los plátanos de Martínez. Me sonrió confiada. Llamé al timbre sin decirle nada.

Vino a abrirnos un anciano de traje negro, cruzado y a rayas. "Parece un ujier de Tribunales", me dijo Lucía al oído, divertida, mientras el portero nos conducía por el sendero que cruzaba el jardín, hasta el porche de entrada. Cuando pasamos, nos encontramos en un salón de proporciones considerables; contra la pared del fondo había una mesa alta con tres sillones (respaldares y apoyabrazos tapizados de terciopelo rojo un tanto descolorido) que daban la impresión de haber estado tapados hasta apenas unos minutos antes por esas fundas protectoras que cubren los muebles en las casas durante los periodos de vacaciones. Frente a la mesa y los sillones conciliares se ubicaban filas de sillas, como para unas 50 personas. Junto a la puerta, otra mesa tenía un par de jarras con un líquido que asemejaba un jugo o una limonada, y un par de bandejas con vasitos de vidrio de copetín. ("Mucha vernissage, mucha vernissage, pero nada sólido", me dije). En la sala estaban dos chicos de unos 20 años, conversando en una ronda de señoras, que podrían haber sido sus abuelas, o sus bisabuelas, quizás. De esa ronda se desprendió una mujer y vino hacia nosotros. Lo primero que me impresionó de ella fue su palidez, se habría puesto esos polvos de talcos que se usaron antaño y su cara era una máscara de yeso. Me acordé del muerto de mi línea de subterráneo, me dije que, si yo lo hubiese visto y si su rostro hubiera tenido un blanco similar al de aquella señora, me hubiese dado cuenta inmediatamente de que estaba muerto. "¡Bienvenidos!" dijo la anciana, casi en un susurro. Resultó ser doña Etelvina Plaja de Vélez, la presidenta de la muy ilustre asociación cultural. "Es un placer para nosotros que hayas aceptado nuestra invitación..., es tan hermoso conocer a los nuevos valores de nuestra literatura, los que tomarán nuestra posta, ¡la sangre joven!" Me presenté. Doña Etelvina pasó el bastón en el que se apoyaba desde la mano derecha a la izquierda, me abrazó y me apretó contra su cuerpecito diminuto, que no parecía tener una forma definida: algo etéreo, vaporoso y fláccido. Me estampó un beso largo, de abuelos; el esfuerzo hecho en la ceremonia de saludo le debe haber acelerado el pulso, porque cuando logré soltarme el blanco de su cara se había atenuado. Le presenté a Lucía y repitió, regocijada, la ceremonia con ella. Luego nos tomó por el brazo a ambos: "Llegan temprano. Vengan, les presentaré a otros miembros de nuestra asociación, pero aún falta la mayoría. Ya llegarán. También están aquí otros dos premiados, menciones de honor, como vos. Vengan".

Nos acercamos a la ronda que estaba en la mitad de la sala. Cada ilustre escritor de la SOLIES al que éramos presentados repetía el cariño maternal y la efusividad del recibimiento de la presidenta de la magna sociedad literaria. Al principio me sentí algo incómodo, y seguramente hubiese reaccionado con frialdad si hubieran sido menos viejos. Pero todos eran tan enclenques, tan caducos, tan débiles y blancos, que me dio la impresión de estar en una de esas fiestas familiares de Villa Cañas, cuando llegan las tías solteronas, los primos del campo y los parientes viudos de los abuelos, y te acarician y soban como si todavía fueses aquel bebé que sostuvieron en sus brazos cuando aún tenían fuerzas. Porque todos nos tocaban, nos abrazaban, nos acariciaban con un cariño respetuoso, pero al mismo tiempo cercano. Muy cercano.

El "ujier" seguía yendo a la reja de entrada y volvía con más invitados. En una de esas entradas llegó con una chica rubia, pecosa, vestida con un trajecito blanco muy entallado. Una belleza angelical. "Cerrá la boca", me dijo Lucía con un suave pero decidido codazo. "¡Aquí llega nuestro primer premio!" gritó doña Etelvina mientras iba a recibirla. Me percaté que iba a recibir a la principal homenajeada caminando decidida, había dejado el bastón olvidado en algún lado.

La ninfa rubia era Gabriela Butigliotti y acababa de llegar desde Córdoba, con pasaje pago por la asociación, para recibir esa noche el premio que, según había calculado mi mujer, equivalía a medio año de mi sueldo de abogado adscripto al Estudio Las Heras, Carver, Sorrentino y Asociados. Gabriela era, literalmente, encantadora, un ángel pálido y rosado: delgada, de mi altura –y yo soy alto–, con unos ojos grises, casi blancos (me impresionaron, como todo en ella, pero también me resultaron confusamente familiares, como si acabara de verlos, aunque no pudiera precisar dónde). Gabriela se sometía a las ceremonias de saludo de los vejestorios con una campechanía provinciana, una simpatía natural. Quizás por una cuestión de competencia, no parecía estar tan a gusto ni ser tan simpática con nosotros, sus colegas premiados. De éstos, yo me veía como el mayor de todos: eran jovencísimos y seguían llegando al salón del caserón francés de Martínez, escoltados por el "ujier" de traje cruzado. Los ilustres miembros de la asociación, en cambio, debían utilizar una entrada alternativa a la principal, porque no llegaban con el "ujier" por la puerta delantera, sino que salían de otras, laterales. Quizás el caserón tenía más de un acceso, ya que estaba en el corazón de una manzana. Tal vez se comunicase con alguna otra calle trasera. Pero eran muchos, docenas. Perdí un poco la cuenta, ya que me parecían todos iguales: abuelos, pálidos, pelo cano y ralo, con bastones o apoyados en andadores metálicos, enfundados en pantalones de lino con pinzas ellos, en vestidos amplios de gabardinas estampadas de flores (flores, flores, flores... todas las flores posibles) ellas. Un vaho indefinible de perfumes y aguas de colonia, de lo que –me imaginaba yo– sería una escala desde una Old Spice o Lord Cheseline, a un Heno de Pravia o jaboncitos Maja Española. Tal vez rotaban: entraban algunos y otros pasaban a salas interiores del caserón. Había una masa crítica de unos 50 ancianos, pero no parecían ser siempre los mismos. Me recriminé diciendo que desvariaba un poco: me sentía cansado y el ambiente, tan cargado de esos perfumes dulzones y de las flores de los vestidos de las señoras (pero... ¿cómo las flores de los vestidos iban a oler a flores?) me había mareado. Me acerqué a la mesa de los refrescos, serví un vaso con limonada fría. Tenía un gusto levemente amargo. O picante. Posiblemente le habrían agregado jengibre, que estaba muy de moda (pero... ¿qué tenía que ver la moda, ninguna moda, con aquella casa?). No, no era jengibre. "Sacarina. De la mala", concluí. No se me ocurrió pensar que era una droga, pero estaba terminando el vaso cuando, a través del cristal aumentado del fondo, reparé en mi muñeca derecha. La comparé con la otra mano: las puntas de mis brazos, en el borde del puño del saco, mostraban una especie de sarpullido. Docenas de puntitos rojos, como picaduras, aguijones. "¿Pulgas?" –me dije–. "Serían lógicas, en este entorno".

Miré hacia el ángulo de la sala, buscando a Lucía con la mirada. Estaba con tres viejitas: doña Hilda Juárez Centeno, la secretaria de la augusta asociación, la sostenía de la mano derecha; otra anciana le tomaba, con lo que me pareció una premura ansiosa, el desnudo brazo izquierdo; la tercera –una vieja seca y alta– le acariciaba la nuca, el inicio del cuello, con lo que quería ser un abrazo amoroso y fraterno, aunque no podía esconder una nota lúbrica. Lucy sonreía, pero tenía los ojos bajos, como los ponía cuando se acostaba sobre mi pecho después de hacer el amor y comenzaba a dormirse. Miré a los otros premiados: todos tenían a un viejo, o a dos, tomados de sus brazos.

Un sudor frío me corrió por la espalda: "se alimentan. Se están alimentando".

Les busqué las manos con la mirada: las vetustas garras, nervudas y manchadas, culminaban todas en unas uñas largas, transparentes, afiladas como la punta de un estilete.

Quise moverme, ir hacia Lucía, llamarla. Mi boca estaba pastosa, no coordinaba los movimientos: aquel polvito que confundí con mala sacarina estaba haciendo efecto. Como en esos sueños con pesadillas, quería caminar pero mis pies eran cada vez más pesados. Intenté gritar, la lengua –gorda y dura– se negaba a articular nada.

El vaso. El vaso de copetín. Todavía tenía el vaso en mi mano. Le quedaba un resto de limonada, o lo que fuera ese brebaje narcótico. Levanté el vaso con lo que me parecían mis últimas fuerzas y lo arrojé hacia donde estaba Lucía. La alcanzó en el vientre, en el centro de su vestidito negro de minifalda y cayó a sus pies haciéndose trizas. El destrozo de cristales detuvo el tiempo por un instante, congeló ese sutil rumor de masticaciones que había llenado, imperceptiblemente, todo el aire cargado de la sala. Y Lucía abrió los ojos. "Pero ¡mi querido premiado...! ¿Qué pasó?" –gritó doña Etelvina Plaja de Vélez desde la otra punta del salón, viniendo hacia mí. "No se preocupe, querido, ya juntamos los vidrios, en unos momentos más comenzaremos con la premiación". Llegó a mi lado y me costó reconocerla: me pareció que estaba más alta que cuando nos había recibido. Su piel había perdido aquella palidez de tiza y los labios le brillaban, como si acabase de retocarlos con un cremoso lápiz color rosa Dior. Me tomó del brazo, como lo haría una simpática e insistente abuela para llevarte a la mesa, pero ahora sentí el pinchazo: miré hacia abajo y vi la sutil punta de la uña de su dedo corazón hundiéndose apenas en mi piel, buscando el pulso, los fluidos, el latido. Tomé todo el aire que pude y la empujé hacia atrás, con la fuerza inédita del último recurso.

Una bomba de adrenalina comenzó a liberar chorros adentro mío. Dicen que una madre desesperada puede levantar un camión con sus brazos para sacar a su hijo de debajo de las ruedas. Yo sentí que doña Etelvina tenía ahora la densidad y el peso de un camión Scania cargado de durmientes de quebrachos colorados. Y como un rollizo de madera dura su cuerpo cayó al piso, haciendo un ruido seco y provocando unas ondas vibratorias que hicieron tintinear los vasitos de la mesa de al lado. El estrépito de la caída puso una maquinaria invisible en movimiento: todos los viejos giraron, al unísono, sus cabezas hacia mí y comenzaron a caminar, amenazadores. Ni el menor rastro de piedad quedaba en sus miradas.

Me hubiera gustado tener un dios al que apelar en ese momento, pero apenas tenía a mi bomba de adrenalina: aspiré una vez más ese aire espeso, salté sobre el cuerpo recientemente endurecido de doña Etelvina Plaja, tomé a Lucía del brazo y volví a saltar tirando de ella. Esquivé un par de batones de muselina floreada, empujé a dos ancianas que parecían gemelas, le asesté un rodillazo en la entrepierna de su pantalón de sarga pinzado a un venerable poeta (quien, sin embargo, logró hundirme sus uñas en un largo raspón en el cuello), y aún pude tirar de un chico –otra de las menciones especiales del jurado– de camino a la puerta que comunicaba con el porche del frente. El viejo "ujier" del traje a rayas abrió sus brazos para atajarnos, yo solté un segundo a Lucía, puse los dedos de mi mano derecha haciendo la V de la Victoria y se los hundí en los ojos, hasta que sentí que estos se mezclaban con otros elementos blandos en el centro del cráneo. Cruzamos el jardín delantero, llegamos los tres al portón de las rejas y comenzamos a correr.

En el último momento miré hacia atrás y la vi: Gabriela Butigliotti, aquel ángel rubio, nos miraba desde detrás de los cristales de una ventana del primer piso. A pesar de la desesperación, algo me frenó: el horror de la imagen tras los vidrios de la casona fue más fuerte que el pavor que me empujaba a huir de ella. Gabriela dio un paso adelante, sus ojos grises brillaron y ahí los reconocí: eran los mismos ojos de todos los muy venerables e ilustres poetas de la Sociedad Libre de Escritores.

La figura alta apoyó las manos de dedos terminados en un estilete de nácar en los cristales de la ventana; su rostro quedó iluminado por un segundo y en ese instante comprendí el profundo significado del término ambigüedad: el rostro de Gabriela contenía todos los años posibles, era el de una niña y el de una anciana, el de una momia milenaria y el de una adolescente impúber: eran los labios del demonio que se retuerce bajo los pies de la imagen de Santa María del Mar. Los pliegues de esa boca sin tiempo dibujaron una sonrisa sutil, los labios carnosos se acercaron al cristal de la ventana y se apoyaron en ella por un instante. La marca de ese beso sobre el vidrio –una humedad de brillante rosa Dior– alcanzó las comisuras de mis labios. Físicamente sentí su lengua dar vueltas dentro de mi boca y su saliva llenar el orificio hasta ahogarme. No me quedaban más opciones que tragar. Y tragué.




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